sábado, 12 de enero de 2013


tenía yo unos 14 años cuando en vacaciones me fui a pasar unos días en la capital, en casa de unos tíos.

A veces veía por allí también personas medio marginales, que recogían hierros, botellas, o simplemente dormían en aquellos sitios, pues no tenían hogar.
Un día se me ocurrió entrar a uno de aquellos almacenes por una ventana, y el lugar me resultó muy interesante...
A pesar de la edad yo era todavía un muchachito, de piel muy blanca y algo gordito, y solía tener pocos amigos, de modo que pasaba las horas deambulando por los alrededores del barrio, que estaba en los márgenes de la ciudad, rodeado de viejos almacenes abandonados, y trenes aparcados en antiguas líneas de ferrocarril. Me gustaba jugar en esos sitios, inventándome cualquier fantasía, o llevando algún libro para leer, o registrando en busca de algún objeto interesante.

A veces veía por allí también personas medio marginales, que recogían hierros, botellas, o simplemente dormían en aquellos sitios, pues no tenían hogar. Nunca sentí miedo de ellos, pues andaba ocupado en mis cosas, y no prestaba atención a lo demás. Un día se me ocurrió entrar a uno de aquellos almacenes por una ventana, y el lugar me resultó muy interesante, lleno de pasillos y recovecos, pero al rato de estar registrando el lugar apareció de no sé dónde un hombre de barba oscura, mal vestido, con unos zapatos rotos, que se sorprendió al verme, y me preguntó lo que buscaba. Le dije que nada, que estaba jugando por allí; me preguntó si estaba solo y le dije que si, y entonces me dijo que él vivía por allí, en ese almacén, que no quería nadie registrando allí. Me peguntó mi nombre, que dónde vivía, etc., y yo le respondí con inocencia; finalmente me dijo que lo acompañara, que me iba a enseñar dónde vivía él, y efectivamente atravesamos el almacén, hasta una zona que parecía llena de cubículos, y allí pude ver que en varios de ellos había gente, que allí vivían algunos.

Durante los siguientes días estuve rondando por la zona, y un par de veces encontré al tipo aquel, y siempre me preguntaba cualquier cosa; un día me dijo que si le podía conseguir cigarros en mi casa, y le dije que sí. Ese día cogí una caja de cigarros de un montón que guardaban mis tíos en una gaveta, y me encaminé al almacén para llevársela al hombre, pero no le vi por la zona, y decidí entrar al almacén de nuevo para buscarle. Llegué a los cubículos, le llamé, y entonces de uno de ellos salió un tipo gordo y negro, sin camisa ni zapatos, y me preguntó a quién buscaba; le dije, y me contestó que estaba al venir, que lo esperara, que me sentará allí con él, y yo ingenuamente lo hice. Y entonces, el negro me llevó hasta uno de aquellos cubículos, lleno de trastos, sacos y periódicos, y me dijo que sentará sobre una manta que había en el piso. Luego, sin mediar palabras, empezó a tocarme todo el cuerpo, hizo que me acostara y me despojó de la poca ropa que yo llevaba encima. Me sentía tan asustado que no me podía mover, ni hablar, y simplemente me deje hacer; el negro olía mal, a suciedad, pero eso no me molestaba, sino sus manos ásperas tocándome por todas partes. Luego fue él quien se quitó el pantalón que llevaba puesto, sin nada debajo, y me dejó ver su rabo negro, duro, gordo, de cabeza colorada. Lo mojó con saliva, y me dijo que me pusiera boca abajo, y entonces echó su gran peso encima de mí, y sentí que intentaba penetrarme por el culo; yo protesté, me quejé un poco, y hasta eché mis lagrimas, pero él no hizo caso de nada, y siguió en lo suyo, hasta que lo consiguió, y yo creí que me había roto algo dentro, al sentir una barra caliente dentro mío.

Estuvo tanto rato así, metiendo y sacando su rabo en mi culo que este poco a poco se fue dilatando lo suficiente como para que el dolor fuera soportable y acabara resultando también placentero. Cuando al cabo de mucho rato se asomaron a la entrada del cubículo el tipo que yo conocía y al que traía los cigarros, junto a otro más viejo de piel trigueña y pelo largo, me encontraron a mí ensartado hasta los cojones por el negro gordo; yo boca arriba, con las piernas abiertas sobre sus hombros, y él dándome pinga mientras se fumaba un pedazo de tabaco que apestaba. El de barba, tomado por sorpresa, dijo: ¿Y eso, negro? Este chama era mío. Pero el negro no se inmutó, sino que le dijo: No es de nadie, yo lo vi, y me lo estoy jodiendo, si quieres cuando acabe te lo singas tú. Yo miré al de barba y le dije: Te traje los cigarros, están en mi pantalón. Él se acercó y registró, encontró los cigarros y se los guardó en uno de sus bolsillos. El otro tipo, el trigueño flaco, le dijo al de la barba: Ponlo a mamar, si le gusta la pinga del negro, y no lo veo que se queje, quiere decir que le va la marcha.

El aludido titubeo un momento, pero luego enseguida se soltó el pantalón y se sacó la pinga, que no era muy grande, y lo mismo hizo el otro, que si tenía una manguera considerable, y empezaron a meneársela. El negro me mandó a que me virara boca abajo, que me pusiera como un perrito, sin que se me saliera su rabo, para que estuviera disponible para mamar. Así lo hice, y enseguida alterné en mi boca los dos rabos, alternando uno y otro. Cuando el negro terminó conmigo, llenándome el culo de su leche, los otros dos también me singaron, y cuando acabaron yo me quedé allí acostado en pelotas sobre el jergón sucio del negro, que seguía fumándose su tabaco imperturbable. El culo me dolía, pero me sentía a gusto allí, y pasé la tarde entera conversando con ellos. El resto del tiempo que pasé en casa de mis tíos, unos 15 días, estuve pasando casi toda la jornada en aquel sitio, mamando y singando con ellos tres, llevándoles cigarros y frutas, además de mi culo y mi boca, que se sintieron muy bien servidos con lo que ellos me daban.

El negro hablaba poco, pero era el que más me gustaba, y a los otros le gustaba mirar como él me cogía, y mientras estaba con su pinga adentro me preguntaban si me gustaba, lo que sentía, y luego me miraban el culo para ver cómo me había quedado, porque la pinga del negro era bien gorda y cabezona, y me dilataba mucho. Un día trajeron un perro grande que andaba por allí fuera y querían que el perro me singara, pero a eso si me resistí porque me daba miedo. Me decía el de la barba: ¿Qué vas a hacer cuando te vayas? Porque ya estas enviciado con la pinga. Y era verdad, desde que me levantaba en la casa de mis tíos no pensaba más que en desayunar e irme al descampado a buscar mi ración de rabo. Ellos también me iban a echar de menos, porque no creo singaran mucho en aquel lugar, sino que más bien vivían a base de pajas. Las cosas buenas siempre se terminan, y mis vacaciones con mis tíos un día llegaron a su fin, pero aquel recuerdo de mi aventura en los almacenes nunca se borro de mi memoria.

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